Carta a un amigo lejano (yo) de mi amigo Carlos Ramírez Vuelvas
Pensé en comenzar todo esto diciendo que cuando hablo de ti también hablo de mí mismo. Pero sería una forma extraña de comenzar una carta. Será mejor decir que comparto contigo la alegría de ver publicado tu primer cuaderno de poesía. Desde que nos presentó, sin conocernos, un amigo común, Óscar Chapula, sabíamos que habría buenas migas en lo que reconocimos desde lejos, porque de inmediato pensamos en compartir emocionados la emoción de vivir la vida. En un laboratorio de fotografía o en la redacción de un reportaje, frente a la laguna de Carrizalillos o en tu casa de Placetas, queríamos desbordar esas ganas intensas de percibirlo todo.
Ahora tú escuchas a Daddy Yankee (a quien respeto) pero a mí todavía me emociona saber que Roger Waters visitará México. Yo aún divago si es correcto utilizar un hexámetro para componer una elegía, o si la sextina realmente corresponde a una canción cortés; y tú, siempre pragmático, puedes detener tu tiempo en la elección la cera negra del charol de los zapatos o en la gomina Calvin Klein.
En aquel entonces, de acuerdo a lo que pensamos (imaginamos, sentimos) de la vida, también tratamos de manifestarlo en todo lo que hacíamos (¿hacemos?). Si todo nos sorprendía por maravilloso, nosotros queríamos hacer maravilla. Si, por el contrario, la furia y la tristeza se apoderaban de nuestros ojos, nuestras manos correspondían rasgando hojas o escribiendo palabras que repetían el eco taciturno de las campanas del alba.
Por eso confundimos el periodismo, la edición, el documental, el cine, con la oratoria alegre, la escritura de versos de la mejor factura y la búsqueda incesante de una verdadera poesía capaz de conmover a las montañas. Creíamos, sin conocer a ciencia cierta el significado de sus palabras, en lo que decía Paul Verlaine cuando afirmaba que después de un poema verdadero, en el que quedara fulgurando la emoción, todo lo demás es literatura.
Porque me parece que por ahora no se trata de escribir una poesía sincera. La palabra sinceridad, puesta en la hoja en blanco, puede acompañarse una infinidad de afirmaciones literarias, como: “Yo no soy Stevie Wonder/ Ni soy negro/ Y aunque muera/ jamás sabré si estoy en el cielo/ o en el infierno”; que me parecen son algunos de los mejores versos de tu colección, además de tu célebre poema “Esto es la onda.”
Decía Fernando Pessoa, y bien sabía por qué, que el poeta es sólo un fingidor que finge el dolor que de verdad siente. Supongo que, como en la frase de Verlaine, en estas palabras hay muchísima certeza acerca del acto de la escritura. Y no quiero que estas citas sean gratuitas, porque nos recuerdan a los que quisimos ser y ahora se nos revelan como la sentencia de un niño menor (aquel que fuimos) exigiendo cumplir la promesa del paseo de un domingo. Es más, la relación compleja entre la sinceridad y la capacidad de fingir, es una contradicción casi necesaria en una poética como a la que le apuestas. Y es una contradicción que alentó la escritura de poetas como Amado Nervo o Juan Ramón Jiménez, por hablar de dos poetas que se jactaban de sinceros. Y que lo eran, pero en el sentido que querían expresar en su poesía.
Entonces, ¿de qué se trata todo esto? Porque a final de cuentas ese aforismo nos presenta un problema mayor. Por eso, si te preguntara que si eres el mismo al que escribe una nota, el que regresa de la entrevista o el que comienza un poema, tendrías que responder: “Éste que soy ahora es otro distinto al que fui/ Estoy perdido/ Y estoy en ti/ Me encuentro en todos lados”.
Creo que Verlaine y Pessoa, en cierto sentido, se refieren a una de las herramientas favoritas de la política y la mercadotecnia, la retórica; que no es otro ejercicio que el de colocar todas las fichas de un mismo color en un mismo campo. A detalle, se le llaman campos semánticos. Es decir, para darle sentido a una cosa se construye un campo semántico que represente lo que nosotros queremos decir. Si hablamos de muerte, habrá que utilizar palabras como: fúnebre, mortuorio, grávido, fehaciente, yacer…
Es relativamente sencillo. Por ejemplo: 1) Escriba dos frases, las primeras que se le vengan en mente: En la mañana crece la luz del sol/ y se despabila en la calle; 2) Después de cada verbo añada una palabra que no diría durante un banquete de quinceañera: En la mañana crece la mierda de la luz del sol/ y se despabila en jugos gástricos de la calle. ¿Ves cómo he fingido el dolor que de verdad siento? ¿Ves cómo todo lo demás es literatura? Hay que desconfiar incluso de nosotros, que somos los grandes fingidores.
Para fines prácticos, como los de este momento, diré que si todo lo demás es de verdad literatura, y que hay dos actitudes poéticas del poeta. El primero es quien cree que la poesía es superior al hombre, y por lo tanto la totalidad de su obra puede salvarlo; el segundo es quien cree que el poema debe corresponder a la medida del hombre. Es decir, para el primero no se necesita de un sustento moral en lo que escribe; y en el segundo, debe haber una correspondencia entre lo que se escribe y lo que se hace.
Pero ninguna de estas dos actitudes exime a lo que tú sentencias como otra certeza, mayor: “La poesía es la verdad/ Hay que tallarla/ Dinamitarla a pedacitos”. Para cerrar esta parte te diré: creo que sólo se debe utilizar la herramienta de la retórica —un territorio casi infranqueable para el escritor— cuando se quiere exponer una verdad mayor, una verdad que atañe en lo profundo a todos los hombres, y que a través de la retórica se quiere dejar clara y transparente, y sólo en sí misma, honesta. Como cuando lastimosamente (recordando a Jaime Sabines) afirmas: “No puedo trabajar en una fábrica de versos:/ (Todavía no las inventan)/ Maquilando poemas indescifrables/ Derritiendo significados/ Soldando palabras/ O haciendo verso libre/ O manejando rimas excelsas”.
En la segunda parte de mi carta, quiero dialogar directamente con tu cuaderno. Un libro nunca surge sólo, interactúa con los demás. Es el homenaje a la vida cotidiana que uno sostiene, enfatizando lo que más atrapa de ese andar diario. Sólo por esa permisión diré que tu poesía parece ser la más viva de los poetas de los ochenta que, hay que decirlo, todavía debemos demostrar muchas cosas, sobre todo cuando los treintañeros —entrando a los cuarenta, aunque duela— ya han hecho tanto.
Además de los homenajes explícitos a Jaime Sabines, Alí Chumacero, Pablo Neruda, Ulalume González y Roberto Bolaño, hay una deuda mayor a los infrarrealistas, esos habitantes del este del paraíso. El infrarrealismo fue el movimiento más vitalista de su época, en los sesenta, y respondía a una serie de premisas urbanas. Hay ecos directos de Santiago Papasquiaro y de Orlando Guillén, como, de nuevo, en tu poema “Esto es la Onda”.
En otro, “Bebo fuego todas las mañanas”, que también me parece cercano a Aullido de cisne, exclamas:
Yo me tuteo con la lumbre y con el silencio
Los tres, hemos cultivado una amistad durante veintiún años
Todos los días
Frente al espejo
Nos miramos a los ojos
Y nos quedamos mudos
Por las horas de fuego y de silencio que vivimos juntos
Los lentos segundos que nos rodean
Y nos han moldeado el rostro
Esa dimensión poética, de desencanto, de fruición, de construcción semántica de la pudrición, sólo confirma un volumen compacto y preciso con un título tan acertado como el que le has dado Cantos de la alcantarilla. Con este cuaderno, amigo, has demostrado que eres capaz de distinguir la melodía y el estruendo viscerrealista, de las amalgamas que se confunden con versos etéreos. Celebro, de verdad, que hay una conciencia para darle sentido a las palabras.
Sólo te pregunto, por fastidiar, ¿es esta tu voz?, ¿eres tú el que realmente está hablando? Pero, contrario a lo que piensa la mayoría, no me parece que sea una colección de un poeta desencantado o hastiado o decepcionado o enamorado por la realidad. Al contrario, es la construcción perfecta de lo que otros llamarían un esteta. Y no hay nada más cercano a un artífice, el que puede hacer con retórica un constructo.
Por fortuna, el camino aún no ha concluido. Lejos, lejanos ambos, vemos pasar las letras y los camiones, los autos y las chicas, los versos y la armonía. Todavía no sé si Kurt Cobain vendrá a decirme que es tan feliz y sin embargo hay noches en que le estalla el estómago de dolor, que qué se siente ser un hombre calvo con panza prominente. Tal vez a ti, Josué, llegue un buen día la durmiente para decirte que al ojo de horror de la poesía no siempre es fácil despertarlo con un beso. ¿Qué de lo que fuimos, de lo que dijimos cuando fuimos, vendrá reclamarnos potestad?
1 comentario:
¡Querido! Disculpa mi mala memoria, no recuerdo que me contaras que se realizaría la presentación de Cantos, ¿acaso fue en Manzanillo? Bueno, no me acuerdo, pero te felicito por ello, sea cual fuere el día en que se llevó a cabo.
Veo que Esto es la onda tiene muchísima aceptación, quizá sólo sea apta para los más versados, entre los que no me hallo.
¡Hasta pronto!
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